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LETRAS DESNUDAS

13 Mayo 2017

MARIO CABALLERO

HISTORIA DE AMOR Y MUERTE

Cuando Juan llegó a casa, Minerva estaba casi dormida. Eran las doce de la noche. Después de infructuosos intentos de meter la llave en la cerradura, pateó la puerta para que Minerva se levantara a abrirle. Pasaron dos minutos y nada. Se dejó caer sobre la banqueta, adormilado. Había acabado prácticamente con docena y media de cervezas y estaba hecho un guiñapo.

Entonces escuchó la voz de Minerva, aguda y curiosa. Abrió los ojos. Al verla trató de incorporarse y las piernas no le respondieron. En su mano tenía una lata de cerveza casi llena, la dejó a un lado y se dio la vuelta para ponerse a cuatro patas. No pudo ponerse de pie. Se volvió a sentar y bebió un poco.

-¡Ayúdame, Minerva, no ves que no puedo! –dijo.

Minerva es del ejido Emiliano Zapata, a unos veinte minutos de Arriaga yendo por la carretera que limita con Oaxaca. Llegó a Tuxtla Gutiérrez en septiembre de 2000, a los 16 años, junto con su madre y sus dos hermanos menores. Es delgada. De no más de 1.67 metros de estatura. El cabello, colocho, le cae sobre los hombros como un abultado pedazo de alfombra, negro y brillante.

Por un tiempo vivió en la casa de sus tíos, antes de casarse con Juan, que conoció cuando ella trabajaba de empleada doméstica en el hogar de un matrimonio de maestros. Se casó dos años después de haber tenido un noviazgo difícil.

Juan era albañil y se emborracha cada fin de semana. Era abusivo. “Ese parece diablo”, le decía su abuela. Y en verdad lo era. El vicio que agarró Minerva al llegar a Tuxtla fue el cigarrillo, se fumaba uno antes del desayuno y otro en la tarde. Cuando su madre la descubrió fumando, ella le respondió con la excusa más trillada en el mundillo de los fumadores: Me ayuda a cagar. Y a Juan no le gustaba que fumara.

-No quiero verte fumar nunca más –le dijo la primera vez que la vio fumando al regresar de una fiesta. Fue en octubre, durante el primer mes de novios-. Es desagradable. ¿Sabes qué sensación me da? Es como tener que comerse los mocos de otro. Minerva no protestó, se limitó a mirarlo, tímida, como cualquier muchacha de pueblo, y tiró el cigarro.

Pocas semanas después, al salir del cine, ella encendió un cigarrillo y le dio una calada mientras caminaban hacia la parada de colectivos. Era una noche fría de diciembre. El viento castigaba la cara y cada parte de piel descubierta del cuerpo. Juan percibió el olor, pero no dijo nada, la dejó fumar. Por ser ya pasadas la diez de la noche tuvieron que regresar en taxi. Hasta le abrió la portezuela para que subiera. Al llegar cerca de la casa de Minerva, le pidió al taxista que se detuviera dos calles antes. La joven pensó que se trataba de un plan mañoso para la sesión de besos al final de la cita. ¡Qué romántico! –pensó.

-¿Minerva?

Ella giró la cabeza hacia él, inquisitiva pero ansiosa. Y Juan se la dio con todo: la mano abierta, dura, la golpeó con tanta fuerza que le quedó cosquilleando la mano, con tanta fuerza como para que ella cayera derribada en el suelo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y de dolor. Levantó su mano para palparse la mejilla, caliente, entumecida por el golpe. Y gritó en la calle oscura y vacía: -¡Aaaay, Juan!

-Te dije que no quería verte fumar nunca más –le dijo, furioso. Repitió lo que acababa de suceder. La cara de Minerva se puso roja. De sus labios no salió palabra. Ningún “Hemos terminado, Juan” o “Adiós, Mr. Macho” o “Ojalá te pudras en el infierno, maldito”. Nada. Se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana. Después trató de decir algo, pero comenzó a llorar. El maquillaje le corría en la cara con rastros lodosos. A él no le molestó. Casi le gustaba verla así. Medio lo excitaba.

-Me olvidé –exclamó ella-. Eso es todo.

-Pues no lo vuelvas a hacer o te daré otra peor que ésta –respondió Juan. La levantó. Y en lugar de encaminarse hacia la casa de la joven, subieron a otro taxi y por primera vez tuvieron sexo en un motel barato.

Como pudo logró meterlo a la casa. Juan sentía que le comenzaba a doler la cabeza. Entró al baño, orinó dos horas seguidas, según le pareció, y decidió terminar la cerveza, pero recordó que la había dejado afuera. Mandó a Minerva por ella y él se sentó a la mesa.

-¡Dameeee de cenar! –le gritó.

-Aquí no es restaurant, papacito, para que te sirvan a la hora que se te pegue la gana –le respondió Minerva. Juan sintió que se le tensaban los músculos del cuello. Era como si ella se sintiera más que él y eso no lo podía permitir. Posiblemente Minerva necesitaba una lección, un recordatorio de quién era el que mandaba allí. Después de aquella primera clase le siguieron muchas más. Primero fue por el cigarrillo, después por la ropa con demasiado olor a suavizante, por la comida muy caliente, porque una vez no quiso besarlo con aliento alcohólico.

Con dos años de novios y uno de matrimonio, Minerva se dio cuenta que las cosas no podían mejorar. Cuando se casaron, Juan la llevó a vivir una casa en la colonia Arroyo Blanco, con techo de cartón y paredes de madera cubiertas con plástico para evitar que el polvo se colara por las rendijas. En pleno siglo XXI, Minerva cocinaba con leña y usaba letrina. Pero fiel a los valores que aprendió de su madre, se mantenía valiente ante la vida. Su único acto de rebeldía era fumar dos cigarrillos, a escondidas y cuando él no estaba en casa.

-¡Queeeé me des de comerrrr, te dije! –Juan dejó caer sus brazos sobre la tabla del comedor, derramando un poco de cerveza en el piso.

-¡No! –contestó Minerva.

Juan imaginó que se levantaba a pura fuerza de voluntad. Era hombre, por el amor de Dios, y muy hombre. Estaba borracho pero era de hierro. Y ella necesitaba una lección. Se levantó y se sacó el cinturón. Avanzó rápidamente hacia ella levantando el brazo derecho por encima del hombro, como si fuera a arrojar una jabalina. El cinturón siseó en el aire. Minerva, al verlo llegar, trató de apartarse pero la golpeó en el brazo.

-Tengo que darte una lección –dijo Juan. La miró con odio, mostrando una sonrisa blanca y helada. Quería ver miedo en el rostro de Minerva. Terror y vergüenza. Después de la clase vendría el amor y eso estaba bien. Así era siempre, porque él era bueno y la amaba. Pero eso sería después. De momento estaban en clase. Primero la paliza, luego el sexo.

Volvió a lazar el cinturón y vio que le lamía las caderas. Una, dos, tres, cuatro veces más. Todas dieron en el blanco. En cada golpe se produjo un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Lo volvió a lanzar y… ¡por Dios, ella lo estaba sujetando! ¡Había agarrado el cinturón! Juan la vio y tuvo miedo. Tambaleó. Minerva se lo jaló y no sólo se lo quitó, sino que del jalón él cayó de bruces debajo de la mesa, golpeándose la cabeza contra el suelo. Ni siquiera gimió.

-¡Basta, Juan! –dijo Minerva. No recibió respuesta. Parecía muerto, pero nada más estaba noqueado, mitad por el golpe mitad por la borrachera. Se metió un poco bajo la mesa y le dio la vuelta, notó que él tenía un gran chicón sangrándole en la frente-. ¿Juan? –siguió sin recibir respuesta. Lo sacudió y él despertó. La sujetó de los cabellos, le dio una cachetada y la golpeó en la cara contra la pata de la mesa. Ella manoteó y logró zafarse. Juan gruñía de rabia. Ella de cuclillas caminó hacia atrás. De su cara resbalan gotas de sudor. Tendido como estaba, Juan se estiró un poco y alcanzó a darle un puntapié en la barbilla, mientras ella aún se ponía de rodillas.

Juan forcejeó consigo mismo al tratar de levantarse. Puesto de pie, se aventó sobre ella para volverla a atacar a puños, pero resbaló con la cerveza. Cayó de frente con todo su peso. Quedó tumbado, bocabajo, como una piltrafa, pero una piltrafa que la golpeaba, que la insultaba, que le impedía ver a su madre. Entonces, ella lloró.

Salió al patio donde tenían la estufa de leña y regresó con dos botellas de caguama llenas de gasolina.

Minerva roció el cuerpo de Juan, exánime, medio muerto. También vertió un poco sobre la cama, la mesa y en el suelo de la casa. Fue al baúl y sacó un poco de ropa. Su ropa. Debajo de las cacerolas, en la cocina, tenía escondida la cajetilla de cigarros y fue por ella. Encendió uno con un cerillo, frente a Juan, que ya dormía.

-Estoy fumando, Juan, porque no me lo quitas de una cachetada –le dijo al cuerpo de su esposo, inmóvil. Lo vio por última vez y le lanzó el cigarrillo encendido. Y con eso aquella historia de amor terminaba en un horrendo crimen que convulsionó a todo Arroyo Blanco.

Minerva tomó sus cosas y huyó. La buscaron por todas partes, pero jamás la hallaron. Nada se supo de ella desde marzo de 2004.

@_MarioCaballero

yomariocaballero@gmail.com

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