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CRÓNICA DEL TERROR

11 Septiembre 2017

Ángel Mario Ksheratto

De la tragedia a la incertidumbre y zozobra

Parece mentira… Sí, una mentira que surgió del sueño arrebatado por las horas que mantienen la tradición costera de dormir solo cuando el hombre de la casa, ha regresado con la alforja llena de pescado y camarón. “Ya sabíamos que la naturaleza nos iba a partir la madre, pero no creímos que fuera tan así, a la mano”, dice ella, una mujer de muchos años que no cesa de ver hacia los cables de energía eléctrica. Si llegaren a moverse, es señal de una nueva réplica.

Parece poner en orden sus recuerdos de la fatídica noche del 7 de septiembre:

—¡Sí! Pensé que era el fin del mundo; no paraba de temblar, yo gritaba el nombre de mis nietos, mis hijas…

—¿Dónde estaba usted?

—En el patio, solita mire usted. Mi familia salió hacia la calle; yo me quedé adentro porque estaba lavando platos, —dice con los ojos húmedos—.

Doña Lucy cuenta que lo único que se le ocurrió fue arrodillarse en medio de su amplio patio y repetir la única oración que se sabía de memoria: el Padrenuestro. Las tejas de barro que cubrían su techo, cedieron; las paredes empezaron a cuartearse. Ella no lo veía porque la luz se había ido, pero lo intuyó cuando oyó el crujido de las vigas de madera.

Tras los 83 segundos que duró el terremoto, pudo salir sorteando los escombros, ayudada por una nieta que tuvo el valor de atravesar la casa derruida. En su mirada se percibe el terror, el miedo y la incertidumbre. Sentada en la acera, ahora sin escombros, observa el camión de mudanzas que carga los pocos enseres que los adobes y ladrillos no destruyeron.

—No sé ni cómo vamos a parar la casa otra vez —dice en voz baja—; ésta casa la empezó a construir mi padre y la terminó mi esposo. Es una casa vieja.

—El gobierno dice que apoyará a los damnificados.

—¡Hasta cree! Ya vinieron y ofrecieron, pero yo no les creo nada. Ahí lo va a ver usted.

Ruinas más adelante, otra familia cuya casa quedó casi destruida en su totalidad, acomoda sus cosas sobre la acera y parte de la calle que fue reabierta, casi a la fuerza, por la gente que tiene necesidad de usar esa vía para llegar a sus casas.

—¿A dónde se van?

—Pues por lo pronto, a la casa de mi suegra —responde el hombre, mientras su mujer, sacude el polvo de fotos y litografías atascadas sobre una mesa de tres patas, recostada sobre un pedazo de muro—.

Dicen no tener dinero para trasladarse; por la mañana, cuadrillas de policías y empleados públicos, llegaron a la zona con camiones de volteo para levantar el ripio y barrer las calles.

—¿No les ofrecieron ayuda para llevar sus cosas? —le pregunto—.

—Sí, pero no estábamos listos; solo se llevaron a los que tenían sus cosas en orden —responde con el clásico cantadito de la costa—.

Relata que la orden que recibió de Protección Civil, fue desalojar la casa. Y sí, las paredes están inclinadas, rotas y casi todo el techo cayó. Las tejas han sido apiladas en una esquina; en el corredor es imposible caminar. Adobes, ladrillos, tejas, horcones y vigas, impiden pasar al otro lado.

El alcalde José Luis Castillejos Vila, explica que la recomendación de las autoridades estatales fue la de limpiar la vía pública y facilitar el libre tránsito, además de prevenir brotes epidémicos.

—No sé a dónde vamos a parar —dice otro afectado por el terremoto y agrega—: a mí me ordenaron desalojar mi casa; no quedó tan jodida, pero por precaución nos dijeron que debemos irnos. Para ellos es fácil echarnos, pero para nosotros no; no tenemos a dónde ir y aquí en Tonalá, las rentas son caras.

—¿Cuánto cobran de renta?

—Fuimos a ver un cuartito, pero quieren 800 pesos mensuales y nosotros, de dónde lo vamos a sacar? Apenas juntamos para la luz, el agua, la comida y la ropa de los chamacos y ahora, un gasto más… No sabemos qué vamos a hacer.

En Bahía de El Paredón, las historias brotan por montones. “No sentí nada; estaba en el mar vivo pescando”, dice un hombre quemado por el sol. Cuenta que el oleaje se intensificó, pero junto con los otros dos hombres en la lancha, creyeron que alguna tormenta estaba siendo anunciada. Y decidieron salir de alta mar. Al tocar tierra, la sorpresa los tundió. Sus casas, eran desechos, su familia no estaba. Habían sido evacuados ante el temor de un tsunami.

—No había nadie. Nos asustamos porque pensamos que estaban debajo de las casas caídas. Empezamos a gritar y a quitar adobes, pero no había nadie. Ni luz; solo la ladradera de los chuchos…

Otro cuenta que notó que el mar se abría “como formando paredes”; eran unas olas raras que se formaban e iban por todos lados. De alguna manera, algunas especies marinas fueron a dar dentro de la lancha. No sabían que en tierra, un terremoto estaba en proceso.

Doña Adriana levanta las cejas cuando se le pregunta si han recibido ayuda durante las horas después de la tragedia. “Limosnas, solo limosnas”, dice y se voltea para poner sobre una cacerola, las cuatro patas de un cerdo que está destazando.

—Le cayó la pared encima y ni modos que tiremos su carne; tanto que me costó engordarlo. Por lo menos, sacamos los chicharrones y la menudencia porque muchas partes del puerco, estaban muy molidas —explica—.

Durante la charla en una especie de patio a un lado de los escombros, se aparece otra mujer, de pelo rubio, corto. Pregunta el motivo de mi presencia y pide a la mujer de la casa, no responder preguntas.

—¿Usted perdió su casa? —le pregunto—.

—No, gracias a Dios.

—Entonces no sabe nada de lo que ésta gente está pasando. No se meta en lo que no le importa.

“Vieja guanga”, dice otra mujer que prepara el fogón para los chicharrones y le increpa: “ustedes solo vienen a hacer censos para nada. Mire cuando el huracán, solo vinieron a sopear a la gente y ¿dónde está la ayuda? ¡Nada! Puras promesas, puras mentiras.” La mujer se va por donde vino.

El presidente municipal, afirma que se están atendiendo todas las demandas de los damnificados. Da cifras, números. Y confía en que pronto, se restablezcan las condiciones para seguir la rutina de vida. En las calles de ésta cálida ciudad, no se habla de otra cosa que no sea el miedo.

—Hasta los zanates han sufrido el terremoto —dice un señor que vende tacos en una orilla del parque—. Miles de estas aves, se arremolinan sobre edificios y árboles. Su griterío, asegura éste hombre que suele retirarse muy tarde todas las noches, fue ensordecedor durante el terremoto. Y es que la naturaleza, suele ser cruel, a veces.

http://ksheratto.blogspot.com

 

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